―Bueno… mejor le
cuento todo desde el inicio, y vea: le juro que todo lo que voy a decir es la
purita verdad, créame porque todo me pasó a mí…
Aquí en el puerto,
a nosotros nos encanta salir con los otros güilas a apear guindas, cacharnos
papaturros, partir almendras maduras o recoger grosellas de las aceras. Aquí se
caen mucho cuando hace buen viento. También nos gusta ir a mejenguear a la playa.
Pero… ¿Ahí por dónde está ese hotel suyo? ¡Ni locos! Por ahí ni mejengueábamos
ni recogíamos grosellas de la acera ni nada. ¡Dios guarde!
Ahí antes había un
caserón de alto, que parecía abandonado. Dicen mis tatas que ahí vivía la
viejilla Rosenda, que era bruja y vendía muñecos feos. Los güilas de antes la
vacilaban mucho y ella les tenía el ojo puesto. Me contaron que un día, en una
mejenga, uno de los güilas pateó la bola tan duro y había tanto viento que la
bola se brincó el muro de la casa, que era altísimo, y solo se oyó a la bruja
gritar cochinadas y nunca devolvió la bola. ¿Lástima la bola? ¡N’hombre! Al
pobre güila dueño de la bola le comenzaron a salir pelotas y llagas en una pata
y se lo tuvieron que llevar a San José; nunca más se volvió a saber de él. Desde
entonces nadie juega por ahí.
Parece que la bruja
se murió. Dicen que la encontraron muerta debajo del palo de grosellas que
había ahí. Parece que se quería subir al palo y se cayó. Fíjese que, aún muerta,
a la gente le daba miedo esa casa. Dicen que entonces vendieron la casa a unos
gringos porque nadie la compraba. Estos gringos venían de vez en cuando a
pasear y le pagaban a gente que cuidara la casa, pero como le digo nadie quería
porque ahí asustaban. Entonces las matas comenzaron a crecer, más en el muro,
que antes tenía de esos bloques huecos que uno pone para que el muro se vea
bonito y pase el viento; crecieron tantas matas que ya ni por los huecos se
podía ver la casa; solo se podía ver el techo, por encimita del muro. Un tío me
dijo que la bruja se oía por las noches, riéndose, y que si uno se asomaba
podía verla barriendo el saguán. ¿Se imagina? Solo un tonto se asomaría.
Pero diay, el tonto
terminé siendo yo.
Un domingo me
mandaron a comprar una peseta de pan, pero la pulpe de la esquina estaba
cerrada. La otra estaba dos cuadras más allá y tenía que pasar yo por el frente
de la casa de la bruja. Claro, un domingo en la mañana no había nadie en la
calle. Yo pasé casi corriendo por el frente de la casa embrujada. Fui y compré
el pan; llevaba una caña y me dieron de vuelto un cuatro y una peseta, me
acuerdo bien. Llevaba la plata en la mano y el pan en la otra. Llegando a la
cuadra de la casa de la bruja eché a correr otra vez, ¡y no ve que se me va
cayendo el cuatro! Salió rodando y por más que lo perseguí se metió por una
rendija del portón grande de madera y siguió para adentro. ¡Se imagina! Y dije:
¡Ahora sí que me apalean! Pero prefería eso a meterme a esa casa. ¿Asomarme?
¡Menos! Así que iba a empezar a correr otra vez, cuando oí una risa, ¡la risa de
una niña! Al menos no era de la bruja, pensé. Pero vea usted que yo me quedé
como congelado, oyendo esa risa. De repente algo me cayó casi en los pies: ¡Era
el cuatro! Alguien lo había tirado desde la casa.
Ahora sí que me
quedé frío, con ganas de salir corriendo pero sin poder, cuando volvió a
reírse. ¡La risa estaba casi al frente mío! La oía del otro lado del muro, y de
fijo alguien me estaba viendo por entre las matas. Entonces, dejó de reír y me
habló.
―¿No va a juntarlo?
Es suyo, ¿verdad?
Era la voz de una
niña.
Yo le dije:
―Sí, ya voy,
gracias.
¿Usted cree que me
iba a quedar ahí? ¡Qué va! Pero antes de intentar salir corriendo otra vez,
ella me dijo:
―Hola, me llamo
Rebeca.
―Y yo soy Francisco
López ―le dije.
―¡Ah, Paco!
¡Ella me conocía!
Imaginé que supo que me decían así porque oyó a algún amiguillo mío llamándome.
Me puse valiente y le pregunté que si vivía ahí. Me dijo que sí, que venían
cada cierto tiempo.
Y entonces quise
verla y me acerqué al muro. ¡Qué valiente! Diría usted. ¡Qué tonto! Dije yo,
pero lo hice. Vea, no me va a creer, casi no pude ver nada por las matas; todo
era oscuro y borroso. No le pude ver la cara, pero sí le vi los ojos, unos ojos
verdes lindísimos, casi como ver el verde del mar. Y cuando ella movía la
cabeza, se le veían colochos, unos colochos machos, pero un macho color
grosella madura. Y claro, me dije, esta es la hija de los gringos. Y le
pregunté. Me dijo que sí, que eran de San Francisco, como mi nombre, y que ella
había nacido aquí; por eso hablaba español.
Entonces me contó
que San Francisco era muy bonito, que había playa, como aquí, y yo con ganas de
preguntarle si no le daba miedo vivir en esa casa. En eso, sonó algo horrible,
como un grito llamándola. Yo pensé que, si era la mamá, se oía muy enferma.
Ella puso los ojos como enojados y dijo algo así como “ya se despertó la
gruñona”. Se despidió y me dijo que pasara otros días, así tempranito, antes de
que se despertara la “gruñona”, para hablar más. Pero por más que traté de ver
por entre las matas, no la vi entrar a la casa; solo pude verle los ojos, como
tristes, cuando se despidió de mí.
Yo les conté a los
compañeros de la escuela, pero no me creían. Entonces me vacilaban con que yo
ya tenía novia. Uno me decía “le gustan las brujitas, le gustan las brujitas”,
y me apodaron “Brujito”. Una vez me llevaron a la dirección por romperle los
dientes a uno que no paraba de molestarme. Rebeca no era ninguna bruja, usted
no se imagina; pero déjeme terminar de contarle.
Esto que le cuento pasó
en junio, hace como dos años. Llevaba yo como dos semanas de estar hablando con
Rebeca con el muro de por medio. Una vez le dije que por qué no salía y nos
íbamos a comer un copo. Pero ella me dijo que no podía salir, que la gruñona no
la dejaba. Es más, que la gruñona ni sabía que ella estaba hablando con otros
niños, porque entonces sí que se hubiera enojado. Ese día llevaba yo unos tubos
de papel higiénico. Rebeca me preguntó que para qué eran y yo le conté que
estábamos haciendo en la escuela el regalo para el Día del Padre. Y ella se
puso como triste, los ojos se los vi como llorosos. Le pregunté que si ella
tenía papá. Ella me dijo que sí, pero que estaba muy largo y que a veces lo
veía, pero a veces no. Ella quería que él viniera ese año, pero no sabía si iba
a venir. Entonces yo le dije que podía hacerle un regalo, tenía varios tubos.
Rebeca se alegró y me dijo que sí, por favor, que le hiciera un tubo decorado
para poner lapiceros; me dijo que le dibujara un caballito de mar, que a su
papá le encantaban los caballitos de mar.
Ya para el sábado
tenía yo hechos los dos tarritos para lapiceros. Pero el domingo en la mañana
no pude ir a dejarle el de ella, porque como era Día del Padre a mi mamá se le
ocurrió alistarnos tempranito para ir a misa con mi papá y luego pasar a
comernos algo en el paseo de la playa.
Cuando llegamos a
la casa, corrí a buscar el tarrito para Rebeca, pero en eso llegó Jose, uno de
los policías de mi papá. Es que mi papá es jefe de policía. Llegó a decirle que
tenía que irse con él, que tenían “una situación”. Mi papá salió de la casa y despuesito
salí yo también, con el tarro. Cuando doblé la esquina, me extrañó verlos a ellos
que iban por el mismo camino por donde yo iba. Entonces me asusté. ¿Y si le
había pasado algo a Rebeca? Seguí caminando, y a las cien varas vi que algo
había pasado. El palo de grosellas estaba en media calle, lo habían cortado y
había un montón de hombres, peones y policías alrededor, y un gran hueco en el
muro de la casa de Rebeca. Mi papá vio que los seguía y me dijo, muy serio, que
me devolviera para la casa. Yo me quedé ahí parado, mientras todos hablaban y
se movían de un lado para otro; busqué si de casualidad veía a una niña de
colochos y ojos verdes, pero nada.
Entonces vi a un
señor que salió empujando a todos y cayó de rodillas en la acera. Estaba
llorando y yo me asusté mucho, mucho; algo había pasado y ese señor era un
gringo macho de colochos… ¡Era el papá de Rebeca! Tenía que ser, estaba seguro
que sí.
Salí corriendo
hacia él. Un policía trato de agarrarme, pero me zafé y llegué donde el don y
casi que le grité:
―¿Qué pasó? ¿Le
pasó algo a Rebeca? ¿Dónde está Rebeca?
Y ese señor me
volvió a ver con una cara de susto que me dejó congelado, me agarró de los
brazos fuertísimo y sólo me decía “¡¿Qué?! ¡¿Qué?!”, a puro grito. Luego me
soltó y se puso a llorar y llorar. Mi papá me miró con cara de bravo y me dijo:
―¿Y usted qué sabe?
¡Cuénteme!
Yo le conté de
Rebeca, que la veía por el muro y toda la historia, mientras el señor sólo me
veía con esos ojos abiertos como loco. Pero cuando le dije que Rebeca me había
pedido que le hiciera el tarrito con el caballito de mar para él, fue cuando
pasó lo más horrible.
Un espantoso grito
se oyó desde la casa: ¡Aaaaayyyy! Todos quedaron fríos del susto. Se miraban
unos a otros y nadie parecía querer ir a ver qué era eso. Pero yo sí sabía, esa
voz yo la conocía: ¡Era la voz de la “gruñona”! Usted no se imagina, ¡gritaba horrible!,
y decía algo así como “¡La dejaron salir, la dejaron salir!” De pronto se puso
negro todo y sopló un viento que quiso levantar el techo. Y comenzó a oler a
humo. No nos dimos cuenta cuándo, pero la casa comenzó a quemarse y salían
llamaradas de las ventanas y todos salieron corriendo.
Entonces la pude
ver: estaba ahí, bajo el palo de grosellas, enredada, atrapada por una raíz. No
le puedo contar lo que sentí en el corazón. Fue como si explotara, el pecho me
dolió tanto… lo que vi… era una calavera, aun con pelo, un pelo hermoso, unos
colochos machos, unos colochos color grosella…
Perdón, recordar
duele mucho, ¿sabe?
Pues, viera que toda
la casa se quemó.
Imagino que ya sabe
por dónde anda la historia de su hotel. Los trabajadores estaban botando el
palo de grosellas y también iban a demoler la casa porque el gringo había
vendido el terreno… para construir el hotel donde usted se está quedando. Y sí,
el señor sí era el papá de Rebeca. El me buscó luego de todo y me contó muchas
cosas. Me contó que hace años había venido a pasear a la casa con toda su
familia. Me dijo que un día Rebeca salió a jugar al patio, por el palo de grosellas,
y no la volvieron a ver nunca más. Había desaparecido. Se cansaron de buscarla
y decidieron irse y no volver más a esa casa. Nunca olvidaron a Rebeca. Y vea
usted, el pobre papá la fue a encontrar debajo del famoso palo de grosellas, atrapada
por una raíz.
A mí nadie me cree;
solo el papá, que dice que sí, que su hija tenía ojos verdes como el mar y que
a él le encantaban los caballitos de mar. Aún la extraño. Yo creo que la bruja
la había encerrado en la raíz y no quería soltar el espíritu de Rebeca. ¿Sabe
qué? Yo creo que cuando le di el tarrito para lapiceros al papá, la alegría de
Rebeca la liberó al fin.
¿Asustado? No se
preocupe. Yo siempre vengo a la playa, temprano, al frente de su hotel, a ver a
Rebeca; si miro con cuidado, veo sus ojos en el mar. Otras veces, vengo ya
tarde, a escucharla. No me mire como a un loco. Si no me cree, escuche, ponga
mucha atención: durante la noche, cuando las olas revientan suavemente y se
deshace la espuma, suenan como la risa de una niña. ¡Créame! Pero entonces oiga
la que sigue: siempre revienta fuerte, con furia, sonando horriblemente, como enojada…
como con la voz de una bruja gruñona…
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