Alguien se hacía esa pregunta hace poco. Canciones como el Gangnam Style, el Pio Pio, más atrás con la Macarena, y otras que el lector puede fácilmente agregar a la lista, tienen una característica prominente: un estribillo pegajoso que casi nunca tiene un significado importante (en realidad, casi nunca tiene un significado).
Mi teoría personal sobre este fenómeno es muy simple: es un placer básico repetido. El cerebro recibe información que debe procesar y esto puede causarle placer, “dolor” o indiferencia. Es una escala, el placer es en realidad una sensación agradable; la indiferencia es el cero, la falta de dicha sensación; y el otro extremo, el negativo, es el dolor, la incomodidad.
Entonces, algo tienen ciertos trozos de una canción que causan un placer particular. La repetición de dichos trozos causa un placer repetido, induciendo a la persona a un tipo de “adicción” por la escucha de ese grupo de notas.
Ahora, no todos los placeres son iguales. Cuando alguien se embarca en resolver un acertijo o rompecabezas, sufre durante el proceso un leve incremento en la adrenalina que llega a un clímax corto de euforia cuando al final lo resuelve. Algo parecido cuando se ve una película de acción o de terror, adrenalina, incremento de latidos y por ende de bombeo de sangre, con súbitas descargas de tensión (sustos o batallas). Claro, si estos fueran demasiados, el efecto sería contraproducente, creando en el cuerpo un acostumbramiento (como la dosis que ya no hace efecto) y entonces caemos en la indiferencia. Y si continúa, comenzaría el nivel negativo y el rechazo.
Pues, es similar con la música. Una canción que tenga un trozo pegajoso presentará características similares: un inicio que prepara e incremente la tensión hasta llegar al clímax, que es usualmente algún cambio inesperado y bonito de acorde, un giro melódico o, en ciertos casos, incluso un golpe de palabras que cambia o da sentido a la frase (¿hombre perfecto con un secreto?). Claro, luego de oírlo hasta el hartazgo, ya luego uno ni tarareada la soporta.
¿Cómo se logra ese placer? Bueno, puede ser diferente en cada caso. Hay gente que le encanta una canción simplemente porque conoce la letra al dedillo o porque le sale muy bonito el estribillo cuando la canta en el baño o porque dice algo que se acopla perfectamente a su situación personal. Otras veces el efecto es más universal: simplemente son trozos de fácil digestión. Esto es, el cerebro logra entenderlos con facilidad porque siguen un patrón ya conocido y natural (como las cadencias de quinta a primera-tónica) o porque rompen el patrón de una manera suave e “inesperada” (Como ir de primera a sexta menor). El punto es que el trozo es reconocido y “digerido” sin problema.
Claro, no necesariamente el patrón del que hablo debe ser pequeño y repetitivo. Un ejemplo de un buen logro de placer musical es la Rapsodia Bohemia de Queen. La canción pasa por muchos trozos cortos, muy bien logrados, hilvanados, que dan diferentes destellos placerísticos al cerebro. Y claro, la letra tiene algo de sentido. Por cierto, revisemos también el placer de razonamiento.
La música “clásica”, que aquí denominamos orquestal para no confundir la música de un período con ciertas características, es algo interesante. Su público es reducido. Analizando el efecto de dicha música nos damos cuenta que, para muchos, cae en los niveles de indiferencia y “dolor”. La música antigua tenía el problema (¿o virtud?) de no contar con medios de reproducción personal. Esto es, si quería oír música, tenías que ir a un concierto. Y estos no se mantenían por mucho. Así que si te perdiste El Lince de Mozart durante su mes de ejecución, posiblemente terminará tu vida sin que lo oigas (a menos que tengas un piano, o tu propia orquesta de cámara, claro está, con adaptaciones de la obra). Debido a esto, las piezas tenían estructuras interesantes, que proponían melodías identificables que se repetían (eso sí, con variaciones virtuosísimas), que permitieran al público que la iba a escuchar sólo una vez en su vida, recordarla y disfrutarla. Y claro, se buscaba también el apego a patrones fácilmente digeribles por el cerebro.
Para mucha gente, el escuchar este tipo de música es un ejercicio de razonamiento. La música más moderna (imaginemos la dodecafonía como un ejemplo), es mucho más difícil de digerir. Aquí podemos encontrar el otro tipo de placer, el de descifrar el acertijo, que en música es básicamente evocar las imágenes que las notas trazan (como pinceladas en el lienzo de la mente) o los sentimientos que intentan provocar en el escucha. Esto es fácil verificarlo: ¿puede alguien pensar en la música utilizada en una batalla en el cine? Tiene elementos épicos, golpes, poca melodía, etc. ¿Y una escena triste, melancólica? Posiblemente tenga algún piano en sus octavas altas y alguna voz de soprano cantando Ahhh en tonos menores. La música, notas e instrumentación, van adrede a manipular el sentimiento del espectador.
Ahora, hay gente que escucha música instrumental y no le agrada. Conoce muy poca, y como no recibe placer por el razonamiento, tiene problemas. Claro, sí hay algunas piezas que reconoce y dicho reconocimiento le causa placer (la sonata Moonlight de Beethoven, cuyo tercer movimiento presto agitato que podrá ser escuchado en las carreras de los pitufos). Entonces, tenemos a personas que les gusta alguna música instrumental porque la ha consumido antes, sin razonamiento o con ayuda de imágenes (los pitufos corriendo) y que ahora la consumen por reconocimiento.
Siendo este un blog de arte, me parece interesante el tocar este tema. También puede aplicarse este concepto a la literatura. Literatura que gusta por el reconocimiento, por el razonamiento, patrones, indiferencia (aburrida), dolor. Incluso podemos pensar en autores que escriben según su mismo placer de lectura: escriben con patrones reconocidos o simplemente usan técnicas exitosas, o buscan un lector más de lado del razonamiento. ¿Cuál tendrá más éxito comercial? ¿Cuál más gloria y reconocimiento inmortal?
Se me antoja pensar que el largo de la obra también se ve afectada por esto. Mucha gente siente dolor al leer. Si se aventura con la promesa de un clímax, lo haría con un texto corto, rapidito, pero posiblemente huirán al ver al Quijote. ¿Y las telenovelas? Se preguntarán algunos. Pues sí, son larguísimas y mantienen al espectador interesado. Si analizamos su estrategia, nos damos cuenta que narran la historia, por lo demás simple, en capítulos digeribles muy cargados de tensiones y pequeñas liberaciones. La gente ya sabe el final, pero quiere ver cada capítulo porque hay un placer secreto en ver la cara de la protagonista cuando le cuenten la mentira. Claro está, hay subtramas, que puede no tengan más intención que la de alargar el relato o meter balanceadores (e.g. elementos cómicos en medio de un drama).
¿Significa esto que el cuento puede ser más digerible que una novela? En realidad sí, aunque no necesariamente (hay cuentos muy espesos). Tomemos los microrrelatos como ejemplo. En general los microrrelatos proveen una satisfacción casi inmediata. Hay algunos que son muy profundos, con subtextos kilométricos a pesar de no tener más de 30 palabras, pero no son la regla: muchos no llegan más que a chistes, aforismos o trozos poéticos de fácil consumo.
El cuento presenta otro reto: son pocos personajes, usualmente una sola trama sobre un evento o desenlace particular. A lo que vinimos, se llama esa figura. Pero el chiste no es contar ese desenlace y ya, sino poner algo más de texto y construir historia que le dé más valor, contexto, sentido. Ese agregado inicial tendrá problemas si no se construye correctamente, si no crea esa tensión, la expectación del desenlace. Si se escribe un cuento y lees el final sin todo el preámbulo y resulta igual el impacto, estamos mal.
Con la novela se complica el asunto. No es un único desenlace, sino varios, con muchos personajes que pueden mutar, varias tramas y subtramas, varios contextos, y todos deben ser interesantes. El manejo del placer de lectura se complica (por algo se divide en capítulos).
¿Qué les parece? Para mí, el menos, esta teoría tiene algo de sentido y podría usarse para discutir o analizar.
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